Desde el 10 de diciembre de 2015 muchas cosas cambiaron en la República Argentina. Con la asunción al poder del frente electoral CAMBIEMOS, surgió también una nueva-vieja forma de hacer política. El Estado argentino tuvo un cambio radical en su política que lo distancia demasiado de los 12 años de gestión kirchnerista.

  • Por Camila Peñalva y Julián Retamozo

Amén de tarifazos, despidos y toma de deuda, lo que caracteriza a la presidencia de Mauricio Macri es el cambio de paradigma en lo que tiene que ver con el tratamiento de protestas y reclamos sociales. Respaldado por el 51% del padrón electoral que lo ungió como el portador de la primera magistratura y por un blindaje mediático, Macri se desentendió de la política de Derechos Humanos que había convertido a la Argentina en un ejemplo en el mundo (el 2×1 a genocidas sirve como ejemplo de ello) y procedió a criminalizar la protesta.

Dicho cambio de rumbo encontró eco en una parte de la población que compró el discurso oficial, aquel que celebraba como un avance el Protocolo Anti-Piquetes. En la práctica, festejaban la posibilidad de reprimir cualquier atisbo de resistencia social a la gestión del gobierno.

El caso de Santiago Maldonado es ejemplar. El joven desapareció tras un desalojo de una protesta mapuche efectuado por Gendarmería. A más de 2 meses de su desaparición, todavía no hay respuestas. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, llevó la voz cantante del oficialismo en el caso y defendió a capa y espada el accionar de la fuerza de seguridad. Fuerza que cada vez es más cuestionada por su accionar en el operativo del 1° de agosto.

Una vez más, el blindaje mediático y la instalación de clichés sirvieron como método de defensa oficialista de un operativo que “se les fue de la mano”. «Los mapuches No son argentinos», «Se lo buscó», «¿Por qué reclaman por Maldonado y no por López?». Lejos de encarar la causa con una búsqueda efectiva e imparcial de la verdad, el discurso oficialista se caracterizó por 2 cosas: imprevisión e improvisación.

Desde un pueblo donde todos se parecen a Santiago Maldonado, pasando por personas que afirman haberlo visto en lugres tan disímiles entre sí como Entre Ríos y Chile, la cobertura mediática de los principales medios ha urdido estratagemas impensadas para desviar el foco de atención. El clímax de esto quizás hayan sido los incidentes provocados por infiltrados en las 2 marchas que se realizaron pidiendo por la pronta aparición del joven.

Donde más cala hondo este cambio de paradigma es en el discurso de la calle, del ciudadano de a pie que lejos esta de ocupar grandes cargos y pelea por llegar a fin de mes. «Seguro se lo busco», «es su culpa», «seguro estaba robando», «uno menos», empiezan a sonar en las calles. Mientras Bono de U2 le pregunta al presidente Macri “¿Dónde está Santiago?”, todavía muchas personas miran de reojo a quienes llevan en sus hombros el reclamo legítimo.

Prejuicios, clichés, preguntas que no llevan a ningún lado, salvo a agigantar el odio entre habitantes de este hermoso país. Se olvidan el quid del problema. Hay una persona que desapareció de su hogar, no importa la religión, el sexo, la nacionalidad. Importa que no esta. Importa que hay una familia desesperada buscando respuestas.

Importa que se vulneraran derechos, y muchos no consiguen la justicia que les corresponde. Porque en vez de preguntarse quien fue, y si se hizo algo al respecto, criminalizan a las víctimas, justificando el accionar violento y desesperado de un Estado ausente y una fuerza de seguridad represiva. Un Estado que termina siendo presa de su propia doctrina represora, cuestionado en todos los ámbitos por el accionar desmedido de sus fuerzas de seguridad.